domingo, septiembre 05, 2010

Mi bisabuela Huertas y el realismo mágico

Como a todo el mundo que ha leído a García Márquez, cuando leí algo suyo, en mi caso “El amor en los tiempos del cólera”, que a día de hoy sigue siendo una de mis novelas favoritas, tuve una especie de enganche que me llevó a devorar todo lo que pillé con no poco gusto. Escribe el hombre historias hermosísimas, tristísimas las más de las veces, y con mucho arte siempre. Conecté con todo, pero en especial, con todo esto del “realismo mágico”. Y es que no era la primera vez que me las veía yo con fenómenos paranormales acontecidos así de forma cotidiana y sin pasmo de nadie. Ya debe saber todo el mundo por aquí que soy de un pueblo pequeño, y allí estas cosas pasan de verdad. Ejemplos muchos, pero yo me quedo con el de mi bisabuela Huertas, gabarrona ella.


La tía Huertas era la madre de mi abuela Concha. Para el que no la conozca diré que como yo la recuerdo, que debía tener ya los ochenta años, no pasaba en mucho del metro y medio y era de constitución recia, una abuela vieja de las de antes, con su mandil negro y su pañuelo anudado en la cabeza. Por aquello de la edad tenía la piel muy arrugada, pero a la vez, una cara y unas manos extremadamente suaves, tan tiernas que le darían no pocos disgustos en los malos días que pasó antes de dejarnos. Vivía en una casita de planta baja en las faldas del Mahimón, muy coqueta, con lo justo que necesitaba, nada más entrar una pequeña cocina en la que siempre había peladillas y de adorno una plancha de las de antes muy disputada luego a la hora de repartir su modesta herencia, al final del pasillo un par de dormitorios, uno para las visitas y otro para disfrute suyo, con una cama grande de colchón muy mullido que compartió con mi bisabuelo el tío Ramón hasta que el buen hombre dijo hasta aquí hemos llegado. También tenía un modesto cuarto de baño y un salón comedor decorado con un tapiz enorme que era donde pasaba la mayor parte del día y atendía a las visitas desde un silloncito estratégicamente situado enfrente de un televisor que siempre estaba a un volumen atronador. Desde un rato antes de llegar a la casa se escuchaba la tele de mi bisabuela, no se perdía nunca ni la misa de los domingos ni las telenovelas. Le pirraban, y eso que se cogía unos mosqueos tremendos. Las tenía un poco confundidas todas y no soportaba a los malos, les daba unas voces que no veas, y al cara quemada de Topacio llegó un día a tirarle algo. Muchas historias me contaba mi bisabuela, recuerdo al día siguiente de que dieran Los Santos Inocentes por la tele y me contó que se le habían saltado las lágrimas unas cuantas veces, diciéndome que así, que así era como había vivido ella mucho tiempo, rindiendo cuentas a señoritos sinvergüenzas, que qué lástima el tiempo que pasaron allí y aquí dando siempre las mejores gallinas y el trigo y esto y lo otro… que cuánta miseria y que cuánto hambre habían pasado, y que menos mal que se pudieron ir a Francia que si no no sabía ni dónde estarían… le entraba pero que muy mala leche contando estas cosas… y que hay que ver cómo había cambiado todo y que no sabíamos lo bien que estábamos. Recuerdo con la naturalidad que me contó lo del día que vinieron los civiles a buscar a mi bisabuelo Ramón para llevárselo a la guerra, no estaba el hombre en principio por la labor, y como muchos, andaba escondido por las cuevas de los alrededores, de resultas que los guardias le dijeron que si al otro día él no estaba, se la llevaban a ella. Cuando volvieron al día siguiente allí estaba, con sus cinco zagales y su madre, todos con las maletas preparadas para irse con los civiles, y ella dijo que si se la llevaban a ella se tenían que venir también los críos y la abuela, que estaban a su cargo y no había nadie que pudiera ocuparse de ellos. Se ve que ese día no tenían ganas de andar con críos que la dejaron allí. Más tarde una vecina a la que habían descubierto al marido delataría a mi bisabuelo y a otros cuantos, que acabaron desertando y volviéndose andando desde Zaragoza. Pero esa es otra historia, que me pierdo, a lo que iba. Mi bisabuela Huertas, para mí, la abuela vieja, tenía un don, bueno, allí se dice una gracia. La tercera de las hijas nacidas de una madre que también tenía aquella gracia. Con unas pasadas de mano y unos rezos repetidos a modo de mantra era capaz de quitarle a las criaturas el mal de ojo. Bueno, aquello y lo que no era aquello. Vaya por delante que soy yo una persona de natural incrédula y que de no haber vivido estos episodios de sanación tanto en primera persona como de espectador se me caerían los dedos antes de escribir esto. Desde bien pequeño, fui yo víctima de esto del mal de ojo, dicen que tener los ojos claros te hace más propenso, y en mi casa fui yo el único nacido de ojos claros y el único en padecer el mal de ojo. Ya de pequeño me llevaron mis padres no pocas veces que me han contado con mucho susto, y siempre me arreglaba la abuela vieja. Y siendo yo ya más mayor, cinco o seis años, recuerdo perfectamente ver a una vecina de mi abuela, y empezar a retorcérseme las tripas y medio entornárseme los ojos. Me sentaba mi bisabuela en su regazo y empezaba a darme pasadas con las manos por la tripa un rato, muy suave y hablándome muy dulce, después empezaba a rezar como en un susurro y a tocarme la frente y el pecho, y entonces soltaba unos eructos, primero flojo y después, conforme me iba yo sintiendo mejor, más fuerte. Siempre tenía después que hacerle mi abuela o mi madre una manzanilla para que se le templara el estómago. Pero de allí salía yo como nuevo. Esto que me lo hacía a mi lo vi yo no pocas veces como se lo hacía a otros que llegaban entre urgencias de los padres. Entraban los críos, algunos bebés, medio desmallados en brazos de los padres y salían de allí tan frescos, alguno revolviéndole el salón a mi bisabuela, saltando por el sofá para disgusto de mi abuela Concha. Y allí se quedaba mi bisabuela eructando a lo bruto. También rezaba a personas mayores con dolamas en la espalda, o con algún mal al que no acababan de encontrar remedio los médicos. Siempre pensé yo que en el caso de los adultos era una cosa esta más de sugestión que de gracias, pero cómo explicar lo de los críos, incluso bebés. O bueno, lo de los animales, a los que ya mi abuela pidió que no le trajeran al menos en medio de la noche… y es que era aquella pequeña casa de planta baja una especie de centro de peregrinación al que lo mismo venía uno con el crío que venía otro con la burra, que con el pelo de otro que se lo había dado para que le rezara que no podía venir o con una cabra que llevaba todo el día tumbada, con la tripa hinchada y sin comer. El cómo la cabra, que se la habían traído a lomos de la burra, que no se podía menear, salía de allí pegando brincos, a ver quién me lo explica, porque yo, explicación no tengo, pero que pasaba, como que estoy yo aquí escribiendo esto. Nunca sacó mi bisabuela de aquel negocio más que algún pollo o un queso, y hasta poco antes de morirse siempre estuvo dispuesta a cualquier hora para ayudar a quien lo necesitara. Sirva esto como un pequeño homenaje a esa gran mujer de su tiempo que fue.

2 comentarios:

Maitó dijo...

Es curioso. Hace pocos días he recordado yo un par de episodios que también he podido constatar, yo que soy más santotomásica que tú seguramente. Uno de ellos, con una compañera de residencia estudiantil, que mentalmente nos narraba lo que pasaba por la cabeza de un ausente, dando datos que luego se pudieron comprobar (un desconocido para ella), y en otro, una persona con un poder energético similar al de la "tia Huertas". Ésta en concreto dispone de una mirada, un mirar más bien, que te penetra y te desnuda, sin maldad ni extravío, dando calidez y tranquilidad a su presencia. Era capaz de encontrar objetos extraviados, disminuir dolor aplicando sus manos, resolver cuitas personales con la intuición de su ultrasaber. Es curioso, nunca he podido dar explicación empírica a esto, por más que me lo pide el cuerpo.

Tiago Cotes dijo...

yo como te digo soy de natural muy escéptico, y estas cosas, por una parte, como santo tomás... pero por otra... haberlas haylas... vaya, que hay cosas, que sencillamente, no tienen explicación empírica, como dices. o al menos, no es fácil dar con ella.

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