miércoles, septiembre 29, 2010

Querida cajera del Carrefour,



Ocurre cada tres meses y siempre espero nuestro encuentro con una extraña mezcla de impaciencia y desasosiego. Nuestra cita es el fruto de mis visitas regulares a los surtidores de gasolina a las puertas del establecimiento en que pasas tu jornada laboral. Sin que tú lo sepas, como una hormiguita, voy acumulando el ocho por ciento de mi consumo de combustible hasta que cada ciento veinte días, como una crisálida, se convierte de repente en un bello ejemplar de vale por euros a canjear en compra que recibo con alborozo.
Rápidamente lo guardo como un tesoro en mi cartera, junto a tickets de cosas que podría acabar devolviendo y resguardos de lotería que me resisto a creer que no sean premiados.  Como la excitación del momento podría jugarme una mala pasada vuelvo a casa y pronto empiezo con las elucubraciones sobre el objetivo más oportuno del canje. Siempre está la tentación de sucumbir al pragmatismo y aprovechar para llevarme pañales, detergente y yogures, pero no, como este dinero no he tenido que ganarlo, tengo que permitirme el lujo de malgastarlo. Mi concepto de malgastar ha ido mudando con los años y los que en mi adolescencia y larga post-adolescencia me parecían bienes necesarios han pasado como por arte de birlibirloque a convertirse en accesorios. Discos, libros y tebeos se han despeñado en la escalera de las prioridades y quedan siempre a la espera de algún episodio de consumo cultural transitorio. Los escaparates y estantes de las librerías me siguen embelesando, pero casi siempre acabo quitándome la idea de compra con la incertidumbre del tiempo futuro disponible para la lectura. No es ninguno de los centros Carrefour el lugar más pertinente si uno está interesado en hacer este tipo de dispendio. Pero a falta de pan buenas son tortas. No puedo irme con el vale a ninguna librería decente así que tengo que enfrentarme a las baldas del Carrefour con la misma disposición de esos tipos que se pasean por la playa con sus detectores de metales. Con algo de tiempo siempre acaba apareciendo alguna joya de la literatura entre tanto best-seller de lomo gordo y precio desorbitado. Como por obra y gracia de la especulación inmobiliaria mi domicilio y mi lugar de trabajo distan más de lo que un mundo medianamente racional y sostenible ecológicamente aconsejaría, una vez elegido el libro me siguen quedando unos cuantos euros que casi siempre acabo ajustando a una buena botella de vino. Una que me permita alternar algún caldo distinguido con el rioja del Mercadona y un tinto del terreno de Zarzadilla de Totana que me trae mi padre del mercado del pueblo, y que dicho sea de paso tiene una relación calidad-precio imbatible. Para un servidor, todo vino que sobrepase los cinco o seis euros de precio en envase de tres cuartos de litro, supone una experiencia enológica de valor incalculable en la que aplicar todos mis conocimientos adquiridos en diferentes guías.

De esta forma ocurre, cada tres meses como te digo, que con una botella de vino en una mano y un libro en la otra me dispongo a enfrentarme a nuestra cita. Esperando quizás que esta vez reconozcas aunque sea solo con un gesto cómplice la exquisitez  de mi compra, algo que delate que me distingues del rebaño de clientes que sin saludarte siquiera pasan por delante de tu vida con sus carros rebosantes de bolsas gigantes de patatas fritas y pares de calcetines a euro.  Nunca se a ciencia cierta si voy a volver a encontrarte, pero por un azar que no acabo de comprender, siempre eres tú, la misma. Llevas la misma ropa, el mismo peinado, el mismo maquillaje en la cara, la misma laña en el pelo y las misma uñas pintadas de rojo, la misma mirada perdida, el mismo tono cansado, y sobre todas las cosas, la misma infinita torpeza a la hora de realizar tu trabajo con la mínima diligencia. Mira que siempre trato de elegir la cola más corta, aquella en la que veo a gente más joven y con menos artículos, pero siempre acabo en la tuya, y parece que creciese delante de mí. Mientras que el resto de cajeras van despachando a sus respectivos clientes, tú te enredas primero con el lector de códigos de barras, además, la situación de los códigos en cuestión aparenta siempre ser un misterio nuevo para ti, por más vueltas que le das al bote de Ariel no hay manera  de que des con él. Luego resulta que has olvidado incluir el código promocional de los lácteos y una vez despachada la señora pesada de tres puestos más adelante se vuelve y te pega una buena reprimenda que te hace perder la mirada todavía más. Estás fuera de ti, como en mundo paralelo, un mundo en el que siempre es sábado de madrugada y te has mudado a vivir con tu novio al asiento trasero de un Seat León tuneado. Por fin se va la mujer con sus quejas a la caja central y tú te decides a atender al siguiente cliente, un señor que sólo ha comprado unas chanclas de oferta. Resulta que tú le pides dos euros con quince más de lo que pensaba, y él se niega en redondo a pagar, y hasta te muestra el folleto publicitario, con esas mismas chanclas a todo color en la portada y un precio diferente al que te sale a ti en el lector de la caja. Suerte que puedes llamar a la patinadora para desfacer este entuerto, y suerte que solo tarde en aparecer cinco o seis minutos que a mi a estas alturas se me hacen meses. En un arrebato, te pido por favor que vayas atendiendo al que me antecede en la cola mientras viene la patinadora, más que nada por ir aligerando y porque empiezo a tener accesos mentales de violencia verbal que por el momento consigo mantener para mi. Es cuando te niegas en redondo a seguir mi consejo por no sé qué de que se bloquea la caja, que empiezo a impacientarme de verdad. El que una vez solventado por la patinadora el episodio de las chanclas te vuelvas a atascar con la vuelta del señor de delante de mí es lo que acaba de desquiciarme. A estas alturas ya en mi cabeza te he estampado la botella de vino en la tuya y te has comido una a una todas las páginas de la Ilíada de Homero. Finalmente llega mi turno y no sé si mandarte a la mierda, poner una hoja de reclamaciones o simplemente ni mirarte a la cara para expresar mi descontento con esta nuestra última cita. Opto por esta última opción, al menos uno de los dos debe comportarse con arreglo a lo que haría un simio medianamente evolucionado. Salgo de allí, perjurándome no volver a pisar nunca más tus dominios, pero cuando a la semana llega la hora de volver a repostar, una vez me he bebido el vino y me he leído algunas páginas del libro, vuelvo irremediablemente a tus surtidores. Anoche caí en la cuenta de que se va acercando la fecha de que me den otro de esos vales y esta mañana me he levantado con descomposición de estómago.

supervino

3 comentarios:

Maitó dijo...

Estoy contigo en tu percepción del momento compra. Yo no tengo gasolinera en el Carreflús, pero también me dan cada tres mesecillos un vale que, si no voy en plazo, caduca, y eso no se puede permitir (igual son dos perras, pero menos da una piedra, que mi sueldo s'ha mermao). Y está también esa variante de la ley de Murphy según la cual, te pongas donde te pongas, esa fila tendrá problemas y acabarán con tu paciencia. Yo también opto por no mirarle a la cara...
Y hablando de todo un poco, han puesto a nuestro amigo House el tema elegido para el mes de septiembre, en tu blog (el de "Fuck you"). Buena elección!!... y eso que ahora está meloso y enamoriscadillo.

Tiago Cotes dijo...

no es normal que una cosa tan grande como el carrefour gestione tan condenadamente mal las cajas...
¡el fuck you es un temazo! y al doctor mala baba le pega mucho.

Anónimo dijo...

Perdona la ordinariez...pero...nos hemos meado de la risa!

Related Posts with Thumbnails