domingo, septiembre 26, 2010

Maestros.


Desde siempre he tenido yo en la cabeza el runrún de ser maestro de escuela. Me encantan los críos y debe ser una cosa bonita estar ahí todos los días enseñándoles cosas y sorprendiéndote con sus ocurrencias. Además está el tema de las vacaciones. En fin, ya es un poco tarde, pero en una de esas existencias paralelas imaginadas, sin duda, habría sido “maestro escuela”. De nenes pequeños a ser posible, como mucho de diez años, de ahí para delante me da que es complicado lo de enseñarle nada a nadie. Raro es que el que a los diez años era un prenda no haya acabado enredado en alguna pillería de mayor. Pero bueno, que me pierdo, a lo que iba, que imagino que esto de la vocación frustrada debe ser cosa de haber tenido unos maestros estupendos.

La primera que recuerdo era Doña Trini, la madre de Pedro Teruel. Me daba clase en parvulitos, en el colegio de San José. Me encantaba ese colegio. Era un edificio así como muy señor, ahora dedicado a otros menesteres. Mi madre me ha contado, que esto no lo recuerdo yo, que un día al irme a recoger Doña Trini le preguntó si había pasado algo en mi casa, porque yo le había sugerido la posibilidad de ser mi madre en adelante. Lo que había pasado es que mi madre había tenido a mi hermana Silvia y yo, entendiéndola muy ocupada, andaba buscando una madre nueva, y esta me podía mimar incluso mientras estuviera en el colegio. Doña Trini era entonces joven, simpática y bien parecida, y oye, no fue mala elección. Desde siempre he tenido muy buen gusto. Cayó en saco roto el tema de mi adopción. Y hablando de cosas que se rompieron, recuerdo como cuando sonaba la campana corríamos todos a ponernos en fila en la puerta para salir. Un día una niña no sé si por algún empujón a última hora o por una pasada de frenada, atravesó la puerta con la cabeza. La que se armó de sangre allí fue minina. Desde entonces cuando sonaba la campana, yo no me alborotaba demasiado, recogía tranquilo y elegía mi lugar de la mitad hacia atrás de la fila, guardando siempre una distancia prudencial a la cristalera de la puerta.
La segunda que recuerdo, esta vez por otros motivos era Doña Mercedes. Una treintañera con gafas oscuras enormes, delgada y vestida como una vieja viuda. Estaba de paso por el pueblo. Vivía en Las Pepas, que para quien no conozca Vélez-Rubio, era uno de los dos hoteles que había (el otro era el Zurich). Nos obligaba todas las mañanas a rezar el rosario, cosa que a mí me resultaba particularmente cansina. La clase de 2ºB del Ochoa estaba a pie de calle, y mi mesa estaba pegada a la ventana. Una mañana vino un gato y se subió al alfeizar del otro lado del cristal. Yo me quedé mirándolo y maulló un par de veces. Entonces, Doña Mercedes, que échale mano la tontería que nos estaría enseñando, desde su mesa me dio una voz y me dijo: “Santiago, ¡por favor!” Yo, la verdad, no entendí ni qué me quería decir, así que seguí a lo mío, alternando miradas al gato y a la pizarra. Y el gato maulló otra vez. Un miau alto, casi deletreado de lo claro que se escuchaba. Y Doña Mercedes: “¡Santiago! ¡Otra vez! ¡Como te vuelve a escuchar te vas a enterar!” Y yo, que ahora sí pillé de dónde venía la cosa: “Señorita, que yo no he sido, que ha sido un gato” Y ella me miró como perdonándome la vida. Y al momento, justo cuando estaba diciendo no sé qué, otra vez el gato a maullar. Doña Mercedes se levantó de un salto y enfiló para mí, llegó a mi vera, miró para la ventana, y el gato, que se nota que era más listo que yo, ya no estaba allí. Con todo, inocentón que nació uno, seguía sin vérmela venir. Y Doña Mercedes, “Santiago, quítate las gafas”, y yo, “¿para qué?” y la bruja “que te quites las gafas”, y tonto de mí, me las quité. El sopapo que me soltó lo recuerdo como si me lo estuviera estampando ahora. Menuda hija de la grandísima puta. Espero que el señor hiciera caso a alguna de mis plegarias de entonces, y se la llevara a su lado hace ya unos cuantos años. Porque hay que ser mala persona para darle una bofetada así a mano llena a un gordito con un parche en el ojo izquierdo y la pinta de buenazo que siempre ha tenido un servidor. Tuvo la consideración de no partirme las gafas,  y por ello no le deseaba yo con el rezo de las mañanas la muerte más que a ella y no a su familia entera.
En fin, dos maestras, una a la que amé y otra a la que odié, fifty-fifty… luego vendrían muchos para desequilibrar, para bien, la balanza. El primero, Don Antonio, que me dio clase en tercero, cuarto y quinto de EGB. Era, y es, además de maestro de escuela, pintor de brocha fina y músico componente original de una orquesta verbenera de la que no sé cómo he podido olvidar el nombre… Un día de estos sigo con él y las ostias como panes que le soltaba al mechas de cuando en cuando, Don Juan Bautista, Don José Luis, el maestro de las cabras, el pedrusco,… pero eso, otro día que ahora tengo sueño y además estoy viendo Pekín Express y me lío.

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