domingo, diciembre 19, 2010

Las Cantarerías. Números 1 al 10. Vélez-Rubio.

pedazo de camiseta.
 Las Cantarerías da nombre en plural a una calle, en singular, de Vélez Rubio. Concretamente es donde vive mi abuela Concha y donde eché yo las tardes en lo que va de los tres o cuatro años a los trece o catorce. Lo que viene siendo la infancia vaya. Las Cantarerías limitan al oeste con El Carril y al este con el patio del convento. Pero para mí empezaban en el supermercado del Carujo y terminaban en la carpintería de un señor de pelo cano.


Como digo, nada más entrar viniendo del Carril, y haciendo esquina estaba el supermercado del Carujo. El local no era nada del otro mundo, ahora es una panadería, con tres o cuatro calles que terminaban en carnicería y empezaban con lo que entonces, para un gordito feliz como yo, era el paraíso en la Tierra: unos estantes rebosantes de bollería variada. Nada muy sofisticado, pero yo veía los bollicaos allí amontonados y se me saltaban las lágrimas. Mis meriendas siempre eran mucho más bocadilleras, pero de cuando en cuando se me permitía zamparme una dosis extra de hidratos y grasas saturadas. Recuerdo también que alucinábamos cuando La Caruja nos dejaba el aparato aquel de poner precios y nos etiquetábamos partidas de detergentes o latas de magro. Con un poco de suerte nos recompensaba el trabajo con una bolsa de patatas fritas o un cholek o algo por el estilo.  

En otoño el viento se traía las hojas y todo lo que hubiera en la calle susceptible de volarse a aquella esquina. Una tarde, allí fue a parar la pelota y me tocó ir a mí a por ella. Al levantarla me dio un vuelco el corazón y se me encogió el estómago por primera vez al unísono en mi vida: debajo había ni más ni menos que un billete de dos mil pesetas. Tener diez años y encontrarte un billete de dos mil pesetas supone estar viviendo la experiencia más emocionante de tu vida. Lo primero que pensé fue en acercarme al super y preguntar si alguien las había perdido. Menos mal que tuve las luces suficientes como para preferir lo segundo que se me pasó por la cabeza, a saber, guardarme el billete en el bolsillo y no decir ni pío a nadie. Pasé la tarde jugando al fútbol y con la mano echada al bolsillo no fuera a ser que el billete le hubiera cogido el gusto a volarse y se me perdiera a mi también. Ni cuando me tocaba estar de portero apartaba la mano. En cuanto llegué a mi casa me fui derecho a mi cuarto y estuve como media hora dándole vueltas a dónde podía esconder mi tesoro. Que si encima del armario, que si debajo del colchón,… finalmente opté por la caja del SuperCincoVelocidades. Le quité las pilas, que de todas formas estaban gastadas, metí el billete allí y cerré el compartimento aquel. Todas las noches antes de acostarme tenía yo la ceremonia de sacar el supercinco, abrir lo de las pilas y echarle un ojo al billete. Así hasta que un día vi que mi madre había cambiado la caja de sitio.  Los dos segundos que tardé en ver donde la había puesto se me hicieron un mundo. Así que decidí que había llegado el momento de gastarse el billete, que no era cuestión de que lo encontrara mi madre y tuviera que darle explicaciones para que además acabara resultando en unos pantalones o un abrigo o algo por el estilo. Llevaba mucho tiempo pensando en cual podía ser el mejor destino para aquellos dineros, así que al día siguiente me fui con mis dos mil pesetas derecho a lo de Pascual. La segunda planta de Pascual era como El Toysrus, El Corte Inglés y El Decathlon de mi pueblo juntos. Lo mismo te podías comprar una bici, que un chándal, que el magia borrás o una guitarra o una escopeta. Yo decidí que lo suyo era comprarse una equipación completa de portero. Cayeron los guantes, las coderas, las rodilleras y la camiseta de Arconada. Una celeste preciosa. Salí de allí hecho un porterazo. Y todavía me sobraron unas cuantas monedas de cinco duros para jugar a las máquinas. Cuando me presenté en mi casa vestido de Arconada de mercadillo mi madre me preguntó que de dónde lo había sacado todo, y yo, que tan tonto como para no tener prevista esta pregunta no era, le dije que como cuando cumplí años estábamos en Galicia y no me regalaron nada, mis amigos me lo habían traído todo esa tarde como regalo tardío de cumpleaños. Como es normal, mi madre se dio cuenta de que le estaba soltando una trola, y a poco que me preguntó dos o tres cosas más empecé yo a fallar en el argumentario y a los cinco minutos ya estaba cantado lo de las dos mil pesetas. Me dijo que cuando las encontré tenía que haber ido a la Caruja y preguntarle si alguien había perdido el dinero, pero como ya estaban invertidas y hasta había amortiguado algún golpe con las coderas y las rodilleras, no hubo posibilidad de devolver nada, ni los guantes, ni la camiseta, ni las dos mil pesetas. 

Unos metros después de la esquina del Carujo, estaba la casa del Cuco. El Cuco era un señor de unos cuarenta y tantos años que estaba como una regadera. El suyo fue el primer pene de hombre que no fuera el mío o el de mi padre que vi yo. Y es que tenía el señor la costumbre de subirse a la terraza y desde allí, a la que pasaba alguna moza, llamarla y abrirse el albornoz y enseñarle la chorra. Ni que decir tiene que aquello era tronchante. Como todas las puertas de las Cantarerías, la de su casa también estaba siempre abierta. Nosotros nos asomábamos de vez en cuando a ver qué estaba haciendo, entonces él nos daba un grito y salíamos escopeteados y con el corazón a mil. Hablando de escopetas, unos años después se dio una vuelta por el pueblo soltando tiros a lo puerto urraco. Gracias a Dios no hubo que lamentar víctimas, sólo algunos daños materiales. 

Enfrente estaba el camión del Atocha. Ya he explicado alguna vez que este era un camión que utilizaba el hombre para dar portes de basura, mierda animal destinada a abonar la tierra de bancales más concretamente. Como resultado de esto había en todos los alrededores del camión una barbaridad de pulgas, y ya sabías que como tuvieras que ir a por el balón debajo del camión a la mañana siguiente amanecías cosido a picaduras. Aquello tampoco es que nos echara demasiado para atrás, y no es sólo que nos metiéramos debajo del camión, es que nos subíamos también a la cuba y nos arreábamos allí dentro si hacía falta. Unas cuantas picaduras de pulga no nos iban a echar para atrás.

Más adelante estaba la casa de la María la Canana, que era de las vecinas de mi abuela la que con diferencia más mala leche tenía. Le mosqueaba horrores que diéramos pelotazos en su fachada. Y a la que dábamos medio golpe ya estaba berreando y diciéndonos que no teníamos vergüenza y que si esto y que si lo otro. Le rompí los cristales de la puerta dos veces lo menos. Esta mujer era bastante chismosa y a mí siempre me hacía gracia que a la que veía un corrillo de vecinas se acercaba y preguntaba “¿de qué se trata?” Una de mis frases favoritas del pueblo de toda la vida. Enfrente de su casa está la tapa de la alcantarilla que tratando de rodear con la bici dio conmigo en el suelo y con una de mis paletas, que además había cambiado hacía como mucho un mes, partida. Muchas veces trató mi madre de convencerme para que fuera al dentista a que me recompusiera el trozo, pero como no es que me falte un cacho tan grande, me da algo de personalidad, y soy bastante cagón, nunca consentí yo.

Un poco más adelante vivía el Flugencio. O Fulgencio. Nunca he tenido claro como se decía. Me da que es lo segundo lo correcto y que le decíamos lo primero. El Flugen tenía seis o siete años más que yo, y como doscientos kilos más también. Una cosa que no era normal de gordo. Como estos que salen en las noticias americanas que tienen que sacar de su casa con una grúa haciendo un hueco en la pared. Este salía sólo, pero por lo demás, igual. Recuerdo que como era más grande me volvía yo muchas veces con él del colegio. Avanzaba resuelto, resoplando y dando zancadas grandes, con su maletincillo minúsculo a las espaldas. Llegábamos en un periquete a lo de mi abuela. A veces me traía a coscos. Recuerdo que olía bastante fuerte, pero era un olor que a mí ya me resultaba familiar y hasta agradable. Su casa entera olía a él. Bueno, a él y a puchero. Que menudas ollas tenían que hacer allí, que la madre estaba también tremenda.

Enfrente viven mi abuela Concha y mi abuelo Quico. Pero para estos habrá algún día un comentario aparte. Que bastante larga me está quedando la calle (ojo, que mis abuelos viven en el número 10) como para meterlos aquí. De hecho, bastante largo ha quedado esto ya. Me quedo a dormir en lo de mi abuela, que tengo sueño,  y ya seguiré otro día. Quedan un montón de números, con una inyección, la María la Barrilla, una estación espacial, avispas, una chica de calendario, sangre a chorros, un carro, varios tarados, mi bisabuela, la mobileta, una trapería, los gitanos, el Julio y hasta un ciego.

7 comentarios:

shuttler dijo...

Para que luego tenga que oir que en internet sólo se lee basurilla! ... gracias Tiago, me ha encantao el artículo :-)

Tiago Cotes dijo...

muchas gracias a ti por el comentario.

Anónimo dijo...

Jajaja¡¡¡ estoy montando el "cuadro" de las Cantarerías y, ciertamente, eramos bastante singulares los que vivíamos allí.
Por cierto, no encajo a Maria la Canana; no sé si será por mi falta de memoria o porque su descripción se acerca más a la "mujer del Canario" (esto es, la Canaria)....
Besos y Feliz Navidad

Tiago Cotes dijo...

imagino que todas las calles tendrían sus singularidades. pero las cantarerías, oye, seguramente estaba en el top 5 velezano. luego estarían las calles de vélez blanco. pero esas ya deben competir en una categoría aparte.
besos y feliz navidad también a ti.
por cierto, ¿quién eres? por componerme el cuadro yo también.

Anónimo dijo...

PISTAZA: Vivía en el número 6 (si nos guiamos por el azulejo colocado encima de la puerta) o en el número 4 (según Correos)....

Tiago Cotes dijo...

descontando desde lo de mi abuela (10), tenemos una cochera (8), y un portón trasero hecho trizas que creo que era la puerta de atrás de alguién del carril. si ese es el seis y ahí vivía alguien, a mí me da. así que debes ser un/a inquilino/a de la siguiente casa con puerta en condiciones. bien el pepe, su mujer la isabel, o una de sus dos hijas, la maría o la antonia. apostaría algo a que eres la última :-)
¡saludos!

Anónimo dijo...

Has acertado¡¡¡¡

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