Tengo una tendencia bastante reincidente a dejar las cosas a medias, desde las más insignificantes a las más trascendentales. Con catorce o quince años y con el dinero de un par de cupones que me había dado mi padre para cobrar (veinticinco mil pesetas me parece que eran), me compré una guitarra en lo de Pascual. Un arrebato. Había dos o tres en los grupos de la catequesis que se me antojaba a mi que ligaban una cosa bárbara. Sobra decir que yo no me comía una rosca. Así que cogí aquella guitarra con las mismas ganas que hubiera agarrado a alguna muchacha de las de entonces. Desesperadamente. Mis padres me buscaron un profesor, porque el primer fascículo de una colección que compré en la librería de Jose no daba los resultados que yo esperaba. Estuve un par de días tocando el greensleeves en el mástil directamente. El profesor en cuestión era Miguel El Gitano. Conocido también como el encargado de las huertas, arbolado vario y demás terrenos que rodeaban el José Marín (célebre Instituto de Bachillerato de mi pueblo). El hombre trato de enseñarme, pero tenía una artrosis considerable, y unos días podía mover los dedos y otros no. Aprendí a tocar las parrandas (baile popular de la zona), pero me atranqué en las malagueñas, que tenían cejilla. Harto de apretar el dedo y viendo que tal y como pintaba aquello tocando parrandas y malagueñas me iba a comer todavía menos de lo que me comía, que ya iba a ser difícil ahora que lo pienso, le regalé un décimo de lotería de navidad a Miguel por los servicios prestados, me cogí la guitarra, la metí en la funda y no volví más a las clases. No iría más de diez o doce veces...
Juro por Dios que pensaba escribir la segunda parte del post de las fiestas. Iba a empezar hablando de que me dejo cosas a medias, pero que este post no. Y mira...
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