miércoles, septiembre 23, 2009

El oro de España estaba en Polonia y la plata de Los Fucking en San José



Hace un par de días la selección española ganó la final del europeo de baloncesto. Da gloria verlos jugar a estos zagales. Sorprende que un deporte tan atractivo quede oscurecido, como casi todo lo que pasa en el mundo, por el fútbol, deporte extremadamente más tedioso que el de la canasta, pero que algo debe tener cuando nos tiene a todos subyugados. Mientras escribo esto escucho por la radio como sigue arrasando el Barça… Pero el que no se haya emocionado con estos muchachos del baloncesto es que ni tiene corazón ni nada. Además de que juegan como los ángeles (lakers), es que caen bien, desde el primero al último. Se ve que hay buen rollo entre ellos, y las enchufan que da gusto. Vaya, que es difícil no epatar con un grupo así, buena gente y ganadores natos. Ocurre que de repente, España, sin negros nacionalizados, juega como lo hacían los equipos de la NBA. Los de aquellas finales de conferencia que daban en la tele por las tardes, con Magic Johnson dando asistencias mirando al tendido, viendo volar a Michael Jordan, o el gancho del cielo de Kareem Abdul-Jabbar, y los triples de Larry Bird,… Ahora resulta que aquí también se saben hacer alley-oops, mates de espaldas a la canasta y demás repertorio de virguerías. Y los hacen en una final. Y lo petan. Pena de arbitraje que nos hicieron en la final de las olimpiadas de Pekín, porque ese partido, ay madre, qué cerca estuvieron…

Como Los Fucking, pronúnciese “los fakin”. Hubo unos juegos comarcales en que rozamos el cielo. El evento en cuestión se celebraba en las pistas de San José de Vélez Rubio. Nuestro equipo lo conformábamos el Mateo en la portería, un servidor atrás de cierre, un par de alas, el Lobitas (Antonio López) y el Mechas (Ginés Jesús) y en punta el Poveda (Jose), también estaban el JoséJuan y el Jesús (los dos también Povedas). Nos llamábamos así porque las camisetas eran unas que le prestaban sus tíos al Mateo. Los tíos del Mateo y sus colegas se conoce que eran unos calaveras buenos. Porque no se les ocurrió otra cosa que, para una vez que jugaron las 24 horas de fútbol sala (furbito) del pueblo, hacerse unas camisetas verde limón que tenían pintado por delante, además del distinguido nombre del equipo, que las cosas como son, nos daba mucha risa, un cuervo gigante fumándose un porro. El animalito en cuestión lucía chupa de cuero y alrededor suyo había jeringuillas, lo que con los años descubrí que era un condón usado, una botella de whisky y a saber qué lindezas más que no recuerdo. Por detrás tenían el número, y los apodos de lo más selecto de una generación velezana famosa por darse a todo tipo de vicios en La Brasa, ahora una pizzería restaurante, y en tiempos, un antro lúgubre al que me tenían prohibida terminantemente la entrada mis padres, y de cuya parroquia se pueden contar con los dedos de una mano los supervivientes. En fin, que allí estábamos nosotros, unos críos de diez o doce años, vestidos con unas camisetas que nos venían grandísimas metidas por dentro del pantalón, llevando al cuervo tarambana por delante y el mote de algún prenda local por detrás. Y el número. Yo llevaba el 3. Como Migueli. Las camisetas olían fatal. Y eso que lavadas estaban, porque tenían unas buenas manchas de lejía. Pero ni con esas les había sacado punta la madre del Mateo. Así que a eso de las diez de la mañana nos enfundamos aquellas camisetas apestosas y comenzamos a competir. Poco parecía que podían hacer a priori dos orejones (el mechas y el mateo), un gordito cabezón (un servidor) y otro cabezón más (el jose). Pero resulta que el Lobitas estaba fino, y el resto más o menos hicimos el papel. Nos conocíamos de jugar juntos todas las tardes, y jugábamos de memoria que se dice. Con ligeras imprecisiones, pero de memoria. Y pasamos la primera fase. Y nos metimos en cuartos, que se jugaban ya por la tarde. Sobra decir que nadie daba un duro por nosotros, y que jugar a las tres de la tarde a mi madre le parecía un disparate. No me acuerdo contra quien jugamos, pero sí del momento antes de empezar, conjurándonos para pasar a semis. Recuerdo también que hacía mucho calor y que no podía casi ni menearme de la panzá de arroz y pavo que me había pegado en lo de mi abuela, que los sábados comíamos allí. El caso es que ganamos y nos plantamos en la semifinal. Jugábamos contra el equipo del Largo, y del Nacho, que era uno que militaba en las categorías inferiores del Murcia, y que después se fue al Madrid, y que incluso llegó a la selección, pero que se dio a los placeres de la vida, y por ahí anda, en segunda b o tercera… Estaban las gradas llenísimas de familiares y en contra de todos los pronósticos otra vez, llegamos al final del partido empatados. Fue faltando cosa de un minuto que el Ezequiel (árbitro) señaló córner. Y allí me fui yo, a la esquina. Y no se me ocurrió otra cosa que meterle a aquel balón la uña en todo el medio, pero dándole un efecto retorcido que hizo que la pelota saliera de mi bota al segundo palo, y de allí, al fondo de la red. Vaya, que metí un golazo directo. Fue, sin ningún género de duda, el mayor momento de gloria de mi infancia. Recuerdo como todo el mundo cantó el gol (éramos los que íbamos a perder así que toda la afición estaba con nosotros), y recuerdo correr gritando, y todos detrás de mí, y abrazarnos como locos. Fue la puta bomba. Lo dimos todo en aquella semifinal. Siete críos con taras varias, metiéndose en la final del campeonato con aquellas camisetas tan perturbadoras. Un delirio. Después, Los Fucking perderíamos la final, pero todavía guardo aquella medalla de plata como un tesoro.

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